Que la gestión de la migración supone un reto para la Unión Europea no es un secreto para nadie, como tampoco lo es que este fenómeno es uno de los puntos a los que se aferra la extrema derecha para atraer a sus votantes. La migración es inevitable. La ha habido a lo largo de toda la historia de la humanidad y no va a dejar de existir. Está claro que la Unión Europea debe dedicar gran cantidad de atención y recursos a este reto al que se enfrenta y que será uno de los principales desafíos de la legislatura que se inicie tras las elecciones de junio.
Para tratar este tema, Equipo Europa organizó el día 20 de febrero un coloquio titulado Navegando por los desafíos migratorios en Europa y su impacto político, en el que participaron Carmen González, investigadora del Real Instituto Elcano; Verónica Laorden, responsable estatal de investigación y estudios en CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado); Dolores Ríos, embajadora en Misión Especial para Asuntos Migratorios del Ministerio de Asuntos Exteriores; y Pamela Preusche, ministra de asuntos políticos en la Embajada de Alemania en España. La sesión estuvo moderada por Osvaldo González, encargado de relaciones institucionales de la delegación de Madrid de Equipo Europa.
El debate giró fundamentalmente en torno al dilema entre el humanismo a la hora de acoger en nuestras fronteras a quienes lo necesitan y la capacidad de acogida de los propios Estados, fundamentalmente en relación con ámbitos como el empleo o la educación.
¿Qué ha ocurrido en los últimos años?
Los Estados Miembro han ido mostrando en los últimos años una tendencia más restrictiva con respecto a la acogida de personas. Países como Suecia o Alemania, pese a haber sido los más generosos en las últimas décadas, ahora se muestran más reticentes a permitir la llegada de población que huye de sus países por diversos motivos (diferencias de renta, conflictos bélicos, cambio climático o persecución). En este contexto, la Unión Europea ha recurrido a lo que se conoce como la externalización de las fronteras. Esto se ha plasmado en acuerdos con Estados extracomunitarios como Turquía, con el que la UE ofrecía 6000 millones de euros para ayudar a acoger a los sirios, además de la liberalización de visados para los nacionales turcos, o Libia, por el cual Italia ayuda a las autoridades marítimas libias a interceptar embarcaciones en el mar y devolver a las personas a centros de detención en el país magrebí.
Esta táctica ha sido muy criticada, no solo por cuestiones humanitarias, sino también porque, al final, ha demostrado ser poco efectiva. Los flujos migratorios no se han reducido. Lo que ha ocurrido es que se han modificado las rutas y estas se han vuelto más peligrosas. No llega menos gente, sino que arriesgan más su vida para llegar a Europa. De hecho, según la Organización Internacional para las Migraciones, desde 2014 unos 28 000 inmigrantes han perdido la vida o han desaparecido en su viaje hacia suelo europeo.
Ante esta situación, surge el debate entre, por un lado, acoger y dar asilo a todo el que lo necesita y poner los medios para ello y, por otro lado, la perspectiva, quizás compartida por las instituciones en general, de que los recursos son limitados y, ante la inevitabilidad de este fenómeno, la única solución es intentar, dentro de lo posible, ordenar o regular la migración.
Si algo nos han demostrado los últimos años es que, si se quiere, en principio, se puede. Para hacernos una idea, entre 2015 y 2016, llegaron a Europa unas dos millones de peticiones de asilo. Esta crisis causó un gran revuelo en la Unión y despertó entre algunos sectores una oposición a seguir acogiendo a más gente. Sin embargo, cuando Rusia lanzó su agresión sobre Ucrania, la respuesta fue distinta: la UE activó la Directiva de protección temporal, que se ha prorrogado hasta marzo de 2025, y se volcó a la hora de acoger a más de cuatro millones de personas.
Aquí no pretendo ahondar, por mucho que resulten obvias, en las razones de por qué en unos casos sí se acogió y en otros no. Lo que está claro es que pueden llegar a existir mecanismos que permitan la llegada de personas a territorio comunitario.
El debate entre humanismo y capacidad de acogida: un dilema difícil de resolver
Sin embargo, la pregunta, que no está mal planteada, es cuál es el límite, si es que lo hay. Por un lado, tal y como se vio en durante el coloquio del día 20 de febrero, hay quien opina que todo el mundo tiene derecho a ser acogido por otros Estados en caso de que se vean obligados a escapar de su país. Por otro lado, está la mirada más institucional, que contempla este desafío desde un ángulo de los recursos disponibles. Por ejemplo, se habló de la posibilidad de conceder asilo en las representaciones en el exterior de los distintos países. Sin embargo, esta propuesta, a priori deseable, se topa con una realidad: no sería posible gestionar en una embajada, a menudo dotada de recursos bastante limitados, todas y cada una de las solicitudes de asilo que llegasen, que serían muchas, al menos en el caso de España.
Que todo el mundo tiene derecho al asilo y a la protección de otro país es innegable y debería ser, por supuesto, la norma. No obstante, no podemos ignorar el hecho de que los recursos no son infinitos. Alemania, por ejemplo, padece una falta de personal en diversos sectores, como la educación o la sanidad. Si ya resulta difícil ofrecer estos servicios a las personas que ya residen en el país, ¿cómo se podría garantizar una integración plena con todas las prestaciones si se aceptase a todo el mundo? Este es, posiblemente, el mayor dilema al que se enfrenta la administración de los Estados. No solo nos referimos a la educación y a la sanidad, sino también al propio empleo. Con gran frecuencia, las personas que llegan provienen de países donde el nivel educativo es muy bajo y les resulta muy complicado amoldarse a un mercado laboral que exige un personal cada vez más cualificado. Una de las soluciones propuestas es ayudar a los países de origen a mejorar su sistema educativo y ofrecer una formación que, en todo caso, solo necesite una complementación en el país de acogida para luego poder contratar directamente en origen y que estas personas lleguen ya con un puesto de trabajo. Sin embargo, de nuevo, no gusta a todo el mundo, como a los sindicatos, que consideran que esto podría poner en peligro las condiciones ya de por sí precarias de algunos sectores de la economía. Por otro lado, no cabe duda de que, a la vista de que la población en Europa está cada vez más envejecida, no parece mala idea acoger a población joven, que resulta ser la mayor franja de edad de los países de origen y, por lo tanto, el potencial es elevado. Sobre esta base, en un futuro, podría sustentarse el sistema de pensiones.
Acuerdos de mínimos y solidaridad a la carta: el nuevo pacto migratorio
Como se puede ver, la migración es un poliedro con muchas aristas y esto es precisamente lo que lo convierte en un desafío tan complicado de resolver. Siempre habrá quien se oponga, por una razón u otra, a todas las posibles «soluciones» que se pongan encima de la mesa. Ninguna opción va a ser ideal y lo único que se podrá alcanzar serán acuerdos de mínimos, como el nuevo pacto migratorio de la Unión Europea, criticado por ofrecer un sistema de «solidaridad a la carta», pero alabado por otros por ofrecer, aunque sea, precisamente eso: algún tipo de solidaridad, mientras que antes no era ese el caso.
El nuevo pacto se sustenta en dos pilares: armonizar los procedimientos de asilo en las fronteras exteriores e implementar un mecanismo de solidaridad flexible, pero obligatorio, entre los Estados Miembros. Con este acuerdo, también se quiere acelerar los procedimientos de asilo para evitar que las personas que lleguen tengan que aguardar un período largo de tiempo para conocer cuál será su destino final. Se dispondrá de siete días para identificar y tramitar las solicitudes y seis meses para estudiarlas y tomar una decisión, unos tiempos que se reducen para aquellos que no puedan acreditar motivos de asilo. En este sentido, merece la pena mencionar la dificultad de distinguir entre las personas con derecho a protección internacional porque huyen de guerras de quienes migran por razones económicas.
Por otra parte, algo que se critica del pacto es que contempla lo que se conoce como una ilusión jurídica de no entrada, es decir, que, pese a encontrarse la persona físicamente en un Estado miembro, se considerará que jurídicamente no ha entrado en territorio de la Unión, por lo que no recibe automáticamente el derecho a permanecer en ese país. Otra crítica es que verdaderamente no se asume una responsabilidad de acogida obligatoria, sino que ofrece a los Estados la posibilidad de pagar 20.000 euros por cada persona a la que rechacen.
Vemos, por lo tanto, que el pacto tiene sus luces y sus sombras. Algunos lo ven como un éxito y otros como el resultado de unas expectativas que no se han visto satisfechas. Como se ha dicho al principio, este es un fenómeno que siempre va a existir y que nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida. Se trata de una cuestión compleja y ofrecer una respuesta universal que agrade a todos no será nada sencillo, si es que alguna vez llega a materializarse. Ante esta situación será responsabilidad de cada uno elegir cómo quiere que se gestione la migración desde la Unión Europea, y para ello, las elecciones europeas serán una oportunidad de dar voz a nuestras inquietudes.