No son precisamente pocos los réditos y beneficios producto de la membresía española a la Unión Europea que sirven como móvil de los proselitistas de la causa europeísta para defender tal regional e integradora empresa. Decía Luuk van Middelaar (2020), filósofo holandés y especial colaborador de Herman van Rompuy, ex presidente del Consejo Europeo, que la Unión Europea se legitima a partir de 3 tipos de estrategias muy acordes con los infundados prejuicios históricos y sociológicos de 3 de las nacionalidades de la Unión. La estrategia griega, basada en el potencial democrático de la Unión Europea tanto al nivel de los sistemas políticos nacionales como a nivel regional; la estrategia alemana, inspirada en la romántica idea de reforzar la cultura y los valores comunes a través de una identidad regional europea; y la estrategia romana, centrada en la prosperidad, oportunidades y en los “outcomes” o beneficios materiales, como el crecimiento económico, que la Unión Europea acarrea dentro de los diversos Estados miembros de la asociación.
A ese respecto, no es posible escatimar las múltiples bondades “griegas y alemanas” que ofrece la Unión Europa para sus 500 millones de ciudadanos. Desde mayores garantías democráticas, por ejemplo, con los famosos criterios de Copenhague, que exigen una fuerte democracia y Estado de Derecho para aquellos países aspirantes y miembros de la Unión; hasta casi un siglo entero de paz en un belicoso continente que vio nacer las dos guerras mundiales que azotarán tormentosamente, por la eternidad, al bagaje histórico de la humanidad. Sin embargo, hoy nos centraremos más en esa legitimidad romana que nos convierte en orgullosos europeos: en los beneficios materiales y en el impacto de la Unión Europea en sus Estados miembros. Pero el análisis no versará sobre los obvios beneficios que el Programa Erasmus supone para el curriculum de los estudiantes europeos y españoles o sobre las lógicas ventajas que supone poseer un potente pasaporte que permite visitar o residir sin restricciones en, por lo menos, una treintena de países, olvidándose de los tediosos trámites burocráticos de visado para entrar en muchísimos otros. Nos centraremos en otro tipo de beneficios o impactos que la Unión Europea aporta a los distintos Estados a los que arropa y que no dejan de ser condición necesaria, y compulsiva, de la eficacia de cualquier régimen político. Eficacia que, junto con la legitimidad, es lo que da garantía de estabilidad a cualquier sistema político según Lipset (1992). Nos centraremos en los beneficios económicos que conlleva formar parte de una Unión Económica y Monetaria como la Unión Europea, y, específicamente, en como la economía española, en particular, se ha beneficiado, a largo plazo y en comparación a su situación histórica de partida, de todas las ventajas económicas, comerciales, monetarias e incluso políticas que entraña la membresía regional europea.
Revisando la teoría: Efectos teóricos de una Unión Económica y Monetaria
La eliminación progresiva de fronteras económicas entre los países puede adoptar múltiples formas en función del compromiso político y los intereses en torno a los cuales circunvalan los diferentes esfuerzos integradores. A ese respecto, la Unión Europea no nace originariamente como producto de un afanoso empeño destinado a forjar una Unión Económica y Monetaria. La Unión Europea es más bien hija predilecta de aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero fundada en 1951 como respuesta a la autoría franco-germana del fracaso de la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que tan solo buscaba, objetivamente, atar de pies y manos a los dos universales enemigos de Europa se transformase, eventualmente, en el mercado único más grande del planeta, en la más pujante de las uniones monetarias existentes, y en uno de los proyectos integradores más amplios o, incluso, más exitosos del mundo, no deja de ser, quizá, el más potente argumento de los teóricos (neo)funcionalistas europeos o, si bien se quiere, el talón de Aquiles de los pensadores intergubernamentalistas. Pero eso es harina de otro costal.
En cualquiera de los casos, existen múltiples maneras de integración que se manifiestan a lo largo y ancho del mundo adoptando la forma de acuerdos preferenciales, zonas de librecambio, uniones aduaneras y mercados únicos y comunes. Pero, frente a todas las alternativas existentes, los soberanos europeos (esto es, los Estados miembros de la Unión) no decidieron cualquier forma de integración, sino una Unión Económica y Monetaria, es decir, una forma avanzada y profunda de integración consistente en, por lo menos, tres grandes pilares. Estos son, a saber: la eliminación de fronteras aduaneras, técnicas y fiscales en formato de mercado único, la coordinación y comunitarización de políticas macroeconómicas y estructurales (principalmente de deuda y déficit) y, finalmente, la homogenización monetaria mediante una moneda única, o bien, tipos de cambio fijos entre los integrantes de la unión (Velo, 2018).
Múltiples son los efectos nocivos que puede conllevar una integración de estas características, siendo el principal la pérdida de la soberanía monetaria para utilizar la política monetaria y cambiaria como instrumento de ajuste externo frente a los shocks y las crisis económicas (aunque más adelante veremos que, concretamente para el caso español, no es una gran pérdida que lamentar). Sin embargo, existen multiplicidad de potencialidades y ventajas que la Unión Económica y Monetaria puede ofrecer a aquellos aventurados países que apuestan por su éxito. Siguiendo a Requeijo (2012) podríamos sintetizarlas en cuatro:
1. Reducción de costes de transacción para el comercio: Desaparecen los costes asociados a los cambios de divisas para comerciar y a la volatilidad o inflación, lo que se esperaría que aumentase la certidumbre a la hora de comerciar con países pertenecientes a la unión económica.
2. Integración de los mercados de capitales: En la misma línea del apartado anterior, cabría esperar un aumento de la inversión por las certidumbres relativas a los tipos de cambio o a la estabilidad monetaria.
3. Mejora de la competencia y la competitividad empresarial: Aumentos de la eficiencia y de la productividad como consecuencia de la mayor competencia y de la mejoría en la asignación de recursos en la economía, lo que implicaría productos, bienes y servicios de mayor calidad a un menor coste.
4. Mejoras en el bienestar: Además de los aumentos de bienestar que cabría esperar de una mayor variedad de oferta de bienes y servicios más baratos gracias al aumento de la competitividad, la unión económica y monetaria ofrece mayor bienestar por la disminución de la inflación y la inestabilidad, la convergencia con países más ricos o, eventualmente, la recepción de fondos estructurales de inversión en bienes y servicios públicos para la coordinación de las políticas económicas.
En muy resumidas cuentas, y sin añadir el efecto político que puede tener una unión económica y monetaria sobre los mercados financieros de deuda o el sistema monetario internacional, las ventajas de este tipo de integración giran en torno a la maximización del comercio y la inversión, los aumentos de la competitividad y los privilegios de gozar de una constante la estabilidad monetaria, lo que, en su conjunto, se suele expresar y manifestar en mejoras de bienestar ciudadano.
La teoría es fundamental para entender la deuda histórica que tiene España con la Unión Económica y Monetaria forjada a lo largo de Europa. Ahora bien, en virtud de una conocida frase de la sabiduría “popular” académica que señala que “la única diferencia entre la teoría y la práctica es que, en teoría, no hay diferencia entre la teoría y la práctica” cabría preguntarse si, en la práctica, esto es, en la realidad, estos beneficios apuntalados con anterioridad se han manifestado en los diferentes Estados miembros de la Unión Europea. Pero, sobre todo, y más precisamente hablando en lo que a este artículo compete, ¿Se han observado estos efectos beneficiosos de la Unión Económica y Monetaria Europea en la economía española como consecuencia de la adhesión de España a la Unión Europea?
De la teoría a la práctica: Impacto de la Unión Europea en la economía española
Importante aumento de las transacciones comerciales en España y la gran importancia de los socios europeos.
España ha sido, tradicional e históricamente, un profundo país proteccionista con gran aversión al comercio (Tortella & Nuñez, 2012). En el siglo XV dominaba un proteccionismo monopolista, mientras que desde el siglo XIX reinará un perjuicioso proteccionismo arancelario que se transformará, en el siglo XX, hasta llegar al culmen de su desarrollo con la puesta en marcha de la autarquía. Incluso, hasta en los años 20, “la Sociedad de Naciones clasificó a España como el país europeo más proteccionista después de la Rusia soviética (donde el comercio exterior estaba totalmente intervenido por el Estado)” (Tortella & Nuñez, 2012).
Bajo la premisa de que el comercio suele ser positivo para la actividad económica, la Unión Europea llegó a ser la panacea para una España hasta entonces cerrada y atrasada.
Tal y como se aprecia en la figura 1, España empezaba a aumentar temerosamente sus exportaciones e importaciones con el exterior a partir del Plan Nacional de Estabilización Económica (cuyo grado de liberalización está puesta en debate), pero, tras la adhesión española a la Unión Europea en 1986, la debacle producto de las crisis del petróleo se estabiliza, y, tras la institucionalización de la Unión Económica y Monetaria con el Tratado de Maastricht de 1992, cuyas bases de convergencia económica ya se venían fraguando desde el año 1990 en virtud del Informe Delors, impulsó eufóricamente las importaciones y exportaciones españolas, con importantes ganancias de productividad en algunos sectores (como más adelante veremos) gracias a los beneficios del mercado único y la certidumbre monetaria del mensaje español en torno a esta nueva fase de integración al proyecto europeo. A pesar de que las limitaciones de este artículo no permiten atribuir o achacar causalidad a este fenómeno, la tabla 1 presenta muy bien como este aumento del comercio, lejos de venir de una apertura comercial española a nivel internacional, viene impulsada por los socios europeos de la Unión, como intuitivamente resulta lógico y evidente.
Integración de mercados: Inversión española en el mundo e inversión del mundo (europeo) en la economía española.
El proteccionismo español no solo se ha manifestado como una animadversión irracional al comercio, sino que eventualmente se ha expresado como una restricción a la inversión extranjera. Esta patología de la economía española, especialmente manifiesta desde el primer tercio del siglo XX, es contradictoria con la historia económica de España, sobre todo con el inicio inacabado de la industrialización española en el siglo XIX, que vino de la pujante mano de los empresarios mineros británicos en Vizcaya, que dan vida a la vigorosa minería de hierro española, o de los banqueros franceses por las calles de Madrid, que, junto con electricistas alemanes y capital belga, dieron lugar a las asimétricas líneas de ferrocarril (Tortella & Nuñez, 2012).
En ese sentido, uno de los grandes problemas estructurales de la economía española es que es un país poco atractivo no solo para la inversión financiera, sino más bien para la Inversión Extranjera Directa (IED) en forma de capital. La realidad es que la potente inestabilidad monetaria y cambiaria (en la que más adelante haremos hincapié) y la constante incertidumbre a inversionistas, bien sea por la inseguridad jurídica, o por los constantes arreglos o reconversiones de deuda durante el siglo XIX y XX, no hacían de España el destino predilecto de jugosas inversiones que tenían lugar a lo largo y ancho de Europa. Pero eso cambiaría a partir de 1985 y se intensificará sobre todo desde 1992, tal y como señalan las figuras 2 y 3.
A pesar que la inversión en capital venía creciendo en España sobre todo desde el Plan de Estabilización del 59, el año 86 es evidente un notorio cambio de paradigma en la medida en la que España empieza a formar parte de un poderoso mercado único que permite la libre movilidad de capitales, bienes y servicios que es sumamente atractivo para empresarios e inversores (con las reticencias que lastimosamente siguen existiendo a la movilidad del factor trabajo). A pesar de ello, la pequeña tendencia a la baja observable después de 1992 puede dar lugar a dudas sobre el efecto de la Unión Económica y Monetaria en la inversión (cuando realmente esta disminución se explica casi en su totalidad por la recesión de 1992 cuya característica fundamental fue la caída de la inversión empresarial tanto a nivel nacional como de inversión procedente del extranjero según Fernández (2017)). Será después de la crisis económica del año 92 que la inversión será mayor en España gracias a la Unión Económica y Monetaria cuyos efectos empiezan a desplegarse en la medida en la que se consigue una mayor estabilidad monetaria luego de las devaluaciones de la recesión. Para despejar dudas, el gráfico 3 demuestra que no solo la inversión en España se ve beneficiada por la Unión
Económica y Monetaria, sino que la inversión española en otros países aumenta radicalmente desde entonces (también, como no, escapando de esa crisis que azota a España, pero aprovechando las ventajas que ofrece esa Unión Económica y Monetaria).
Y es que España (o, mejor dicho, las empresas españolas) nunca ha sido un país con verdadera vocación de inversión a nivel internacional. Sin embargo, a partir del 92, invertir en economías infinitamente más productivas que las españolas resulta un poderoso incentivo para esparcir la “marca España”. Así, desde entonces, uno de los principales destinos de la inversión española es Reino Unido (cuando formaba parte de la Unión Europea, e incluso después del “Brexit”) así como también Luxemburgo, Suecia, Francia, Alemania, Países Bajos o Portugal, que vienen a significar, solo los recién citados países miembros de la Unión, cerca del 50% de las inversiones extranjeras españolas en los últimos años (Dirección General de Comercio Internacional e Inversiones, 2021).
La competitividad agraria: El motor de los beneficios europeos en España
España no fue de los países europeos que más intensa y rápidamente experimentó un proceso de industrialización económica. La industrialización en España fue compleja, incompleta y bastante superficial. Si bien el Plan de Estabilización, en el 59, y la posterior Ley sobre Reconversión y Reindustrialización del 84, intentaron maximizar los beneficios de la industria en la economía española, la realidad es que por inmensidad de motivos que van desde el atraso de la transición agrícola en el siglo XVIII, hasta la autarquía y el estatismo del franquismo que condenaron la productividad de la industria ibérica (Tortella & Nuñez, 2012), el sector industrial español nunca ha sido especialmente competitivo frente a otros países del mundo y, especialmente, de Europa (a excepción de algunos años de bonanza en el siglo XIX en la extracción del hierro vizcaíno con destino a Reino Unido, donde España llegó a ser el mayor exportador de hierro del Viejo Continente).
La cuestión es que España ha tenido siempre un poderoso sector agrícola. Un sector agrícola que, pese a los fuertes atrasos en el régimen de propiedad de la tierra en el país, que durarán hasta bien entrado el siglo XX; y pese al conservadurismo de los terratenientes frente a las innovaciones técnicas, ha sido un sector competitivo con independencia de lo que el sector viene a representar sobre la totalidad del Producto Interior Bruto español. Pero es que la competitividad agrícola española no siempre ha podido explotar su máximo potencial (especialmente por la autarquía y las restricciones al comercio, haciendo especial hincapié en el histórico proteccionismo en el país). La entrada al poderoso mercado único europeo, permitiendo la libertad de circulación de factores por lo largo y ancho de Europa, y la Unión Económica y Monetaria que da certidumbre a ese comercio entre los países disminuyendo la inestabilidad monetaria y cambiaria, supondrán importantes ganancias de competitividad de aquella ventaja relativa española en la agricultura.
Y es que, España se ha beneficiado justamente de su atraso industrial con respecto a Europa para potenciar su sector agrícola. En resumidas cuentas, y evitando complejos teoremas técnicos al respecto, la otrora pujante industria en el resto de Europa, sector infinitamente más competitivo que la industria en España, provoca que España se haya especializado económicamente en aquellos sectores donde tiene mayor competitividad o productividad que los gigantes europeos de cara a incorporarse en un mercado único donde ha de no solo colaborar, sino competir con ellos (Tortella & Nuñez, 2012). Modernamente ese sector es el turístico: esa economía de sol y playa dentro de una ya generalizada terciarización de prácticamente todas las economías occidentales. Pero, en su momento, y aún en la actualidad, la agricultura española se posiciona como una de las más productivas de la Unión, cuando no siempre ha sido o fue así como cabe destacar de la figura 4. Una economía española que hace más de 63 años no encontraba mayor valor añadido a su sector agrícola, siendo quizá uno de las más descapitalizados y poco productivos de Europa (entre muchas causas, por culpa del intervencionismo agrario del primer franquismo) hoy en día no solo ha logrado converger con la
productividad agraria de toda Europa, sino que es una de las economías con mayor empleo en el sector agrario, con mayor recepción de fondos provenientes de las Política Agraria Común (Parlamento Europeo, 2021) y una de las mayores productoras y exportadoras netas del sector de entre todos los Estados miembros de la Unión (Comisión Europea, s.f.).
Bienestar en términos de menor inflación, mayor convergencia e inmensidad de fondos comunitarios
La historia monetaria española es quizá una singularidad europea en toda regla. Ser el único país de Europa en abandonar el patrón oro a finales del siglo XIX y en iniciar tempranamente un patrón fiduciario en base a un devaluado mineral de plata proporcionaba grandes incentivos para desatar una fuerte inestabilidad monetaria a través del señoriaje monetario e impresión de moneda para financiar el estructural y crónico déficit fiscal que España lleva acarreando desde prácticamente el siglo XVIII. Sin embargo, e irónicamente, fue justamente esa época de finales del siglo XIX y principios del XX la de mayor estabilidad monetaria en la historia contemporánea española (Tortella & Nuñez, 2012). Es a partir de mediados del siglo XX, con las políticas macroeconómicas de crecimiento de la posguerra (civil e internacional) cuando todo el planeta tierra experimenta altas tasas de inflación, que en España serán aún más altas como consecuencia de sus desequilibrios financieros, que llevará a múltiples devaluaciones a lo largo del siglo para estabilizar la situación.
La inflación supone multiplicidad de problemas económicos. Desde ser el impuesto de los pobres, por culpa de afectar principalmente a los activos líquidos (esto es, el salario), hasta distorsionar el sistema de precios para inversores o perjudicar el ahorro privado o el flujo de crédito en una economía por la incertidumbre de la volatilidad de los precios.
A ese respecto, la Unión Económica y Monetaria, a pesar de cualquier ventaja o desventaja adicional que pueda suponer, lo que sí, ante todo, es que es una panacea al problema de la inflación y la inestabilidad monetaria (siempre que la autoridad monetaria sea responsable monetariamente hablando, claro está). El establecimiento de tipos de cambio fijo, en conjunción con los criterios de convergencia de Maastricht, y posteriormente la moneda común, permiten la estabilidad de precios y la certidumbre para no solo inversores, sino especialmente para los afectados consumidores y ahorradores. ¿Pierde España su soberanía monetaria con el ingreso en la Unión Europea? Sí, es el coste a pagar para que un país con tasas de inflación históricamente elevadas y sin ningún tipo de disciplina monetaria pueda experimentar cierta estabilidad que permita un aumento del bienestar de los consumidores, especialmente a los de clase baja, gracias a la consistencia en su poder adquisitivo y a las nuevas aventuras empresariales que permite un sistema monetario que no perjudique al ahorrador o al inversor.
La Unión Europea y la Unión Económica y Monetaria suponen un cambio fundamental en el patrón inflacionario español, así como se puede apreciar en la figura 5 correspondiente a la evolución del IPC en España desde antes del Plan de Estabilización.
A ese respecto, lo que España le debe a la Unión Europea no se puede mirar únicamente en perspectiva histórica, sino en la perspectiva inflacionaria que habría tenido España en caso de que su política monetaria siguiese dependiendo de los caprichos arbitrarios de autoridades cuyo objetivo principal no era precisamente la estabilidad monetaria. La comparación de lo que era y lo que es la inflación en España se puede vislumbrar de manera mucho más clara en la tabla 2, donde las diferencias del IPC medio y acumulado entre el período de 30 años inmediatamente anterior a la adhesión a la Unión dista mucho del período de los mismos 30 años, pero inmediatamente posteriores a la política monetaria coordinada o bien desde Bruselas o bien desde Frankfurt.
El impacto de la estabilidad monetaria que puede atribuirse a la Unión Europea es difícil de negar a raíz de la historia monetaria ibérica. Sin embargo, otros beneficios vinculados con el bienestar se derivan de la membresía española al club europeo. Una de las ventajas fundamentales es la convergencia económica con Europa, que, si bien puede tener peligrosos momentos como la transmisión de crisis en el ciclo económico desde unos Estados miembros a otros, la realidad es que España se ha estado acercando cada vez más al nivel de vida europeo, del que históricamente ha estado siempre alejado.
España ha sido siempre un país considerado pobre de entre todos los demás países, muchos de ellos potencias industriales y financieras que destacan (o destacaban, como guiño a Reino Unido) en el Viejo Continente. Pero en España, el comercio con países más ricos, la inversión procedente de ellos y las políticas macroeconómicas coordinadas con las suyas, ha producida una convergencia que ha hecho de España un país con un nivel de vida cercano al europeo (o por lo menos, cercano en los términos relativos que pueden sucederse de comparar la situación española de las últimas 4 décadas con los períodos anteriores). De ser un país que a principios de la mitad del siglo XX a duras penas se acercaba a Europa, España se convirtió, antes del desastre financiero de 2007 y 2011, es un país prácticamente estándar de entre los actualmente 27, lo que muestra, al menos, una historia de creación de riqueza de la mano de países más ricos, en el seno de la Unión Europea, que ayudaron, con comercio e inversión, a una España infinitamente más pobre.
¿Habría llegado España a niveles de bienestar similares sin necesidad de la Unión Europea? No es descartable que hubiese sido posible, pero a la luz de la historia económica del país, la realidad es que difícilmente se podría haber llegado a dicha situación sin la apertura comercial que supuso la adhesión de España a la Unión; sin la estabilidad monetaria conseguida gracias a esta; sin los aumentos de competitividad que supone formar parte de este mercado único; o sin las inversiones y la gran transferencia de fondos comunitarios a lo largo de su pertenencia a la gigante unión de países de Europa.
Y, a ese respecto, hablando de fondos comunitarios, España ha sido un país ampliamente beneficiado de los mismos. Si se suman absolutamente todos los pagos de la Unión Europea a España en virtud de fondos estructurales europeos (desde el Fondo Social Europeo, hasta el Fondo Europeo de Desarrollo Regional, los Fondos de Cohesión o los Fondos de Pesca y Fondos de Agricultura), España es el país más beneficiado de toda la Unión Europea, siendo el país que más fondos ha recibido de la Unión Europea desde 1989 hasta el 2020, sin contar los Fondos Next Generation-EU donde España ha sido uno de los países más beneficiados de la repartición de fondos (o incluso el que más). La gran afluencia de fondos no deja de ser indicador de las grandes ganancias económicas que obtiene España de la Unión Europea.
A modo de conclusión: ¿Qué es lo que la economía española le debe a Europa?
1986 es, o por lo menos debería ser, un año histórico y memorable desde el imaginario colectivo del pueblo español, como bien lo puede ser el año 1978. Una economía históricamente cerrada, sin el hábito de comerciar con el exterior, con recurrente retraso con respecto al resto del continente, y con bajos niveles de inversión y dinamismo económico por una potente inestabilidad monetaria y cambiaria, junto con la incertidumbre de la perjuiciosa inflación, se convirtió, desde aquel año, en una economía abierta al comercio (por lo menos con los miembros del mercado único), selectivamente competitiva (en lo que a agricultura se refiere) y en un país receptor y emisor de importantes flujos de inversión procedente desde no solo el sector privado sino desde Bruselas con cuantiosos, y nada deleznables, fondos estructurales; todo aquello mientras el país convergía en términos económicos y monetarios con el resto de países ricos de Europa, consiguiendo mayores cuotas de bienestar y una menor tasa de inflación de la esperable en un país que no hubiese decidido dar el paso hacia Europa.
Esto no quiere decir que la Unión Económica y Monetaria no tenga sus claras desventajas, ni que el nivel de vida de los ciudadanos de España, y de la economía española, haya alcanzado ya unos umbrales óptimos esperables de una economía de su calibre. El margen de reforma es considerable (y muchas veces, no solo desde dentro de Europa, sino desde dentro de cada uno de los Estados miembros), pero el balance de la membresía a esta integración parece claramente positivo para un país como España.
¿Qué le debe la economía española a Europa? La respuesta parece resonar con claridad: le debe un presente lleno de oportunidades económicas, comerciales y de crecimiento, de la mano de la estabilidad financiera y monetaria. Pero, sobre todo, lo que la economía española le debe Europa, trasciende cualquiera de los datos y gráficas existentes que se puedan presentar. Lo que la economía española le debe Europa es un futuro de prosperidad y progreso económico compartido de la mano de la cooperación y la paz.