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Lo que la economía española le debe a Europa

No son precisamente pocos los réditos y beneficios producto de la membresía  española a la Unión Europea que sirven como móvil de los proselitistas de la causa  europeísta para defender tal regional e integradora empresa. Decía Luuk van  Middelaar (2020), filósofo holandés y especial colaborador de Herman van  Rompuy, ex presidente del Consejo Europeo, que la Unión Europea se legitima a  partir de 3 tipos de estrategias muy acordes con los infundados prejuicios  históricos y sociológicos de 3 de las nacionalidades de la Unión. La estrategia  griega, basada en el potencial democrático de la Unión Europea tanto al nivel de  los sistemas políticos nacionales como a nivel regional; la estrategia alemana,  inspirada en la romántica idea de reforzar la cultura y los valores comunes a través  de una identidad regional europea; y la estrategia romana, centrada en la  prosperidad, oportunidades y en los “outcomes” o beneficios materiales, como el  crecimiento económico, que la Unión Europea acarrea dentro de los diversos  Estados miembros de la asociación.  

A ese respecto, no es posible escatimar las múltiples bondades “griegas y  alemanas” que ofrece la Unión Europa para sus 500 millones de ciudadanos. Desde  mayores garantías democráticas, por ejemplo, con los famosos criterios de  Copenhague, que exigen una fuerte democracia y Estado de Derecho para aquellos  países aspirantes y miembros de la Unión; hasta casi un siglo entero de paz en un  belicoso continente que vio nacer las dos guerras mundiales que azotarán  tormentosamente, por la eternidad, al bagaje histórico de la humanidad. Sin  embargo, hoy nos centraremos más en esa legitimidad romana que nos convierte  en orgullosos europeos: en los beneficios materiales y en el impacto de la Unión  Europea en sus Estados miembros. Pero el análisis no versará sobre los obvios  beneficios que el Programa Erasmus supone para el curriculum de los estudiantes  europeos y españoles o sobre las lógicas ventajas que supone poseer un potente  pasaporte que permite visitar o residir sin restricciones en, por lo menos, una  treintena de países, olvidándose de los tediosos trámites burocráticos de visado  para entrar en muchísimos otros. Nos centraremos en otro tipo de beneficios o  impactos que la Unión Europea aporta a los distintos Estados a los que arropa y  que no dejan de ser condición necesaria, y compulsiva, de la eficacia de cualquier  régimen político. Eficacia que, junto con la legitimidad, es lo que da garantía de  estabilidad a cualquier sistema político según Lipset (1992). Nos centraremos en  los beneficios económicos que conlleva formar parte de una Unión Económica y  Monetaria como la Unión Europea, y, específicamente, en como la economía  española, en particular, se ha beneficiado, a largo plazo y en comparación a su  situación histórica de partida, de todas las ventajas económicas, comerciales,  monetarias e incluso políticas que entraña la membresía regional europea.  

Revisando la teoría: Efectos teóricos de una Unión Económica y Monetaria  

La eliminación progresiva de fronteras económicas entre los países puede adoptar  múltiples formas en función del compromiso político y los intereses en torno a los  cuales circunvalan los diferentes esfuerzos integradores. A ese respecto, la Unión  Europea no nace originariamente como producto de un afanoso empeño  destinado a forjar una Unión Económica y Monetaria. La Unión Europea es más  bien hija predilecta de aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero fundada  en 1951 como respuesta a la autoría franco-germana del fracaso de la Segunda  Guerra Mundial. El hecho de que aquella Comunidad Europea del Carbón y del  Acero, que tan solo buscaba, objetivamente, atar de pies y manos a los dos  universales enemigos de Europa se transformase, eventualmente, en el mercado  único más grande del planeta, en la más pujante de las uniones monetarias  existentes, y en uno de los proyectos integradores más amplios o, incluso, más  exitosos del mundo, no deja de ser, quizá, el más potente argumento de los  teóricos (neo)funcionalistas europeos o, si bien se quiere, el talón de Aquiles de los  pensadores intergubernamentalistas. Pero eso es harina de otro costal.  

En cualquiera de los casos, existen múltiples maneras de integración que se  manifiestan a lo largo y ancho del mundo adoptando la forma de acuerdos  preferenciales, zonas de librecambio, uniones aduaneras y mercados únicos y  comunes. Pero, frente a todas las alternativas existentes, los soberanos europeos  (esto es, los Estados miembros de la Unión) no decidieron cualquier forma de  integración, sino una Unión Económica y Monetaria, es decir, una forma avanzada  y profunda de integración consistente en, por lo menos, tres grandes pilares. Estos  son, a saber: la eliminación de fronteras aduaneras, técnicas y fiscales en formato  de mercado único, la coordinación y comunitarización de políticas  macroeconómicas y estructurales (principalmente de deuda y déficit) y,  finalmente, la homogenización monetaria mediante una moneda única, o bien,  tipos de cambio fijos entre los integrantes de la unión (Velo, 2018).  

Múltiples son los efectos nocivos que puede conllevar una integración de estas  características, siendo el principal la pérdida de la soberanía monetaria para utilizar  la política monetaria y cambiaria como instrumento de ajuste externo frente a los  shocks y las crisis económicas (aunque más adelante veremos que, concretamente  para el caso español, no es una gran pérdida que lamentar). Sin embargo, existen  multiplicidad de potencialidades y ventajas que la Unión Económica y Monetaria  puede ofrecer a aquellos aventurados países que apuestan por su éxito. Siguiendo  a Requeijo (2012) podríamos sintetizarlas en cuatro: 

1. Reducción de costes de transacción para el comercio: Desaparecen los  costes asociados a los cambios de divisas para comerciar y a la volatilidad o  inflación, lo que se esperaría que aumentase la certidumbre a la hora de  comerciar con países pertenecientes a la unión económica.  

2. Integración de los mercados de capitales: En la misma línea del apartado  anterior, cabría esperar un aumento de la inversión por las certidumbres  relativas a los tipos de cambio o a la estabilidad monetaria.  

3. Mejora de la competencia y la competitividad empresarial: Aumentos de la  eficiencia y de la productividad como consecuencia de la mayor  competencia y de la mejoría en la asignación de recursos en la economía, lo  que implicaría productos, bienes y servicios de mayor calidad a un menor  coste.  

4. Mejoras en el bienestar: Además de los aumentos de bienestar que cabría  esperar de una mayor variedad de oferta de bienes y servicios más baratos  gracias al aumento de la competitividad, la unión económica y monetaria  ofrece mayor bienestar por la disminución de la inflación y la inestabilidad,  la convergencia con países más ricos o, eventualmente, la recepción de  fondos estructurales de inversión en bienes y servicios públicos para la  coordinación de las políticas económicas.

En muy resumidas cuentas, y sin añadir el efecto político que puede tener una  unión económica y monetaria sobre los mercados financieros de deuda o el  sistema monetario internacional, las ventajas de este tipo de integración giran en  torno a la maximización del comercio y la inversión, los aumentos de la  competitividad y los privilegios de gozar de una constante la estabilidad  monetaria, lo que, en su conjunto, se suele expresar y manifestar en mejoras de  bienestar ciudadano. 

La teoría es fundamental para entender la deuda histórica que tiene España con  la Unión Económica y Monetaria forjada a lo largo de Europa. Ahora bien, en virtud  de una conocida frase de la sabiduría “popular” académica que señala que “la única  diferencia entre la teoría y la práctica es que, en teoría, no hay diferencia entre la  teoría y la práctica” cabría preguntarse si, en la práctica, esto es, en la realidad,  estos beneficios apuntalados con anterioridad se han manifestado en los  diferentes Estados miembros de la Unión Europea. Pero, sobre todo, y más  precisamente hablando en lo que a este artículo compete, ¿Se han observado  estos efectos beneficiosos de la Unión Económica y Monetaria Europea en la  economía española como consecuencia de la adhesión de España a la Unión  Europea?  

De la teoría a la práctica: Impacto de la Unión Europea en la economía  española

Importante aumento de las transacciones comerciales en España y la gran  importancia de los socios europeos.  

España ha sido, tradicional e históricamente, un profundo país proteccionista con  gran aversión al comercio (Tortella & Nuñez, 2012). En el siglo XV dominaba un  proteccionismo monopolista, mientras que desde el siglo XIX reinará un  perjuicioso proteccionismo arancelario que se transformará, en el siglo XX, hasta  llegar al culmen de su desarrollo con la puesta en marcha de la autarquía. Incluso,  hasta en los años 20, “la Sociedad de Naciones clasificó a España como el país  europeo más proteccionista después de la Rusia soviética (donde el comercio  exterior estaba totalmente intervenido por el Estado)” (Tortella & Nuñez, 2012).  

Bajo la premisa de que el comercio suele ser positivo para la actividad económica,  la Unión Europea llegó a ser la panacea para una España hasta entonces cerrada y  atrasada.  

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Tal y como se aprecia en la figura 1, España empezaba a aumentar temerosamente  sus exportaciones e importaciones con el exterior a partir del Plan Nacional de  Estabilización Económica (cuyo grado de liberalización está puesta en debate),  pero, tras la adhesión española a la Unión Europea en 1986, la debacle producto  de las crisis del petróleo se estabiliza, y, tras la institucionalización de la Unión  Económica y Monetaria con el Tratado de Maastricht de 1992, cuyas bases de  convergencia económica ya se venían fraguando desde el año 1990 en virtud del  Informe Delors, impulsó eufóricamente las importaciones y exportaciones  españolas, con importantes ganancias de productividad en algunos sectores  (como más adelante veremos) gracias a los beneficios del mercado único y la  certidumbre monetaria del mensaje español en torno a esta nueva fase de  integración al proyecto europeo. A pesar de que las limitaciones de este artículo no permiten atribuir o achacar causalidad a este fenómeno, la tabla 1 presenta muy  bien como este aumento del comercio, lejos de venir de una apertura comercial  española a nivel internacional, viene impulsada por los socios europeos de la  Unión, como intuitivamente resulta lógico y evidente. 

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Integración de mercados: Inversión española en el mundo e inversión del mundo  (europeo) en la economía española.  

El proteccionismo español no solo se ha manifestado como una animadversión  irracional al comercio, sino que eventualmente se ha expresado como una  restricción a la inversión extranjera. Esta patología de la economía española,  especialmente manifiesta desde el primer tercio del siglo XX, es contradictoria con  la historia económica de España, sobre todo con el inicio inacabado de la  industrialización española en el siglo XIX, que vino de la pujante mano de los  empresarios mineros británicos en Vizcaya, que dan vida a la vigorosa minería de  hierro española, o de los banqueros franceses por las calles de Madrid, que, junto  con electricistas alemanes y capital belga, dieron lugar a las asimétricas líneas de  ferrocarril (Tortella & Nuñez, 2012). 

En ese sentido, uno de los grandes problemas estructurales de la economía  española es que es un país poco atractivo no solo para la inversión financiera, sino  más bien para la Inversión Extranjera Directa (IED) en forma de capital. La realidad  es que la potente inestabilidad monetaria y cambiaria (en la que más adelante  haremos hincapié) y la constante incertidumbre a inversionistas, bien sea por la  inseguridad jurídica, o por los constantes arreglos o reconversiones de deuda  durante el siglo XIX y XX, no hacían de España el destino predilecto de jugosas inversiones que tenían lugar a lo largo y ancho de Europa. Pero eso cambiaría a  partir de 1985 y se intensificará sobre todo desde 1992, tal y como señalan las figuras 2 y 3. 

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A pesar que la inversión en capital venía creciendo en España sobre todo desde el  Plan de Estabilización del 59, el año 86 es evidente un notorio cambio de  paradigma en la medida en la que España empieza a formar parte de un poderoso  mercado único que permite la libre movilidad de capitales, bienes y servicios que  es sumamente atractivo para empresarios e inversores (con las reticencias que  lastimosamente siguen existiendo a la movilidad del factor trabajo). A pesar de  ello, la pequeña tendencia a la baja observable después de 1992 puede dar lugar a  dudas sobre el efecto de la Unión Económica y Monetaria en la inversión (cuando  realmente esta disminución se explica casi en su totalidad por la recesión de 1992  cuya característica fundamental fue la caída de la inversión empresarial tanto a  nivel nacional como de inversión procedente del extranjero según Fernández  (2017)). Será después de la crisis económica del año 92 que la inversión será mayor  en España gracias a la Unión Económica y Monetaria cuyos efectos empiezan a  desplegarse en la medida en la que se consigue una mayor estabilidad monetaria  luego de las devaluaciones de la recesión. Para despejar dudas, el gráfico 3  demuestra que no solo la inversión en España se ve beneficiada por la Unión  

Económica y Monetaria, sino que la inversión española en otros países aumenta  radicalmente desde entonces (también, como no, escapando de esa crisis que  azota a España, pero aprovechando las ventajas que ofrece esa Unión Económica  y Monetaria).  

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Y es que España (o, mejor dicho, las empresas españolas) nunca ha sido un país  con verdadera vocación de inversión a nivel internacional. Sin embargo, a partir  del 92, invertir en economías infinitamente más productivas que las españolas  resulta un poderoso incentivo para esparcir la “marca España”. Así, desde  entonces, uno de los principales destinos de la inversión española es Reino Unido  (cuando formaba parte de la Unión Europea, e incluso después del “Brexit”) así  como también Luxemburgo, Suecia, Francia, Alemania, Países Bajos o Portugal,  que vienen a significar, solo los recién citados países miembros de la Unión, cerca  del 50% de las inversiones extranjeras españolas en los últimos años (Dirección  General de Comercio Internacional e Inversiones, 2021).  

La competitividad agraria: El motor de los beneficios europeos en España

España no fue de los países europeos que más intensa y rápidamente experimentó  un proceso de industrialización económica. La industrialización en España fue  compleja, incompleta y bastante superficial. Si bien el Plan de Estabilización, en el  59, y la posterior Ley sobre Reconversión y Reindustrialización del 84, intentaron  maximizar los beneficios de la industria en la economía española, la realidad es que  por inmensidad de motivos que van desde el atraso de la transición agrícola en el  siglo XVIII, hasta la autarquía y el estatismo del franquismo que condenaron la  productividad de la industria ibérica (Tortella & Nuñez, 2012), el sector industrial  español nunca ha sido especialmente competitivo frente a otros países del mundo  y, especialmente, de Europa (a excepción de algunos años de bonanza en el siglo  XIX en la extracción del hierro vizcaíno con destino a Reino Unido, donde España  llegó a ser el mayor exportador de hierro del Viejo Continente).  

La cuestión es que España ha tenido siempre un poderoso sector agrícola. Un  sector agrícola que, pese a los fuertes atrasos en el régimen de propiedad de la  tierra en el país, que durarán hasta bien entrado el siglo XX; y pese al  conservadurismo de los terratenientes frente a las innovaciones técnicas, ha sido  un sector competitivo con independencia de lo que el sector viene a representar  sobre la totalidad del Producto Interior Bruto español. Pero es que la  competitividad agrícola española no siempre ha podido explotar su máximo  potencial (especialmente por la autarquía y las restricciones al comercio, haciendo  especial hincapié en el histórico proteccionismo en el país). La entrada al poderoso  mercado único europeo, permitiendo la libertad de circulación de factores por lo  largo y ancho de Europa, y la Unión Económica y Monetaria que da certidumbre a  ese comercio entre los países disminuyendo la inestabilidad monetaria y  cambiaria, supondrán importantes ganancias de competitividad de aquella ventaja  relativa española en la agricultura. 

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Y es que, España se ha beneficiado justamente de su atraso industrial con respecto  a Europa para potenciar su sector agrícola. En resumidas cuentas, y evitando  complejos teoremas técnicos al respecto, la otrora pujante industria en el resto de  Europa, sector infinitamente más competitivo que la industria en España, provoca  que España se haya especializado económicamente en aquellos sectores donde  tiene mayor competitividad o productividad que los gigantes europeos de cara a  incorporarse en un mercado único donde ha de no solo colaborar, sino competir  con ellos (Tortella & Nuñez, 2012). Modernamente ese sector es el turístico: esa  economía de sol y playa dentro de una ya generalizada terciarización de  prácticamente todas las economías occidentales. Pero, en su momento, y aún en  la actualidad, la agricultura española se posiciona como una de las más productivas  de la Unión, cuando no siempre ha sido o fue así como cabe destacar de la figura  4. Una economía española que hace más de 63 años no encontraba mayor valor  añadido a su sector agrícola, siendo quizá uno de las más descapitalizados y poco  productivos de Europa (entre muchas causas, por culpa del intervencionismo  agrario del primer franquismo) hoy en día no solo ha logrado converger con la  

productividad agraria de toda Europa, sino que es una de las economías con mayor  empleo en el sector agrario, con mayor recepción de fondos provenientes de las  Política Agraria Común (Parlamento Europeo, 2021) y una de las mayores  productoras y exportadoras netas del sector de entre todos los Estados miembros  de la Unión (Comisión Europea, s.f.).  

Bienestar en términos de menor inflación, mayor convergencia e inmensidad de  fondos comunitarios 

La historia monetaria española es quizá una singularidad europea en toda regla.  Ser el único país de Europa en abandonar el patrón oro a finales del siglo XIX y en  iniciar tempranamente un patrón fiduciario en base a un devaluado mineral de  plata proporcionaba grandes incentivos para desatar una fuerte inestabilidad  monetaria a través del señoriaje monetario e impresión de moneda para financiar  el estructural y crónico déficit fiscal que España lleva acarreando desde  prácticamente el siglo XVIII. Sin embargo, e irónicamente, fue justamente esa  época de finales del siglo XIX y principios del XX la de mayor estabilidad monetaria  en la historia contemporánea española (Tortella & Nuñez, 2012). Es a partir de  mediados del siglo XX, con las políticas macroeconómicas de crecimiento de la  posguerra (civil e internacional) cuando todo el planeta tierra experimenta altas  tasas de inflación, que en España serán aún más altas como consecuencia de sus  desequilibrios financieros, que llevará a múltiples devaluaciones a lo largo del siglo  para estabilizar la situación.  

La inflación supone multiplicidad de problemas económicos. Desde ser el impuesto  de los pobres, por culpa de afectar principalmente a los activos líquidos (esto es,  el salario), hasta distorsionar el sistema de precios para inversores o perjudicar el  ahorro privado o el flujo de crédito en una economía por la incertidumbre de la  volatilidad de los precios. 

A ese respecto, la Unión Económica y Monetaria, a pesar de cualquier ventaja o  desventaja adicional que pueda suponer, lo que sí, ante todo, es que es una  panacea al problema de la inflación y la inestabilidad monetaria (siempre que la  autoridad monetaria sea responsable monetariamente hablando, claro está). El  establecimiento de tipos de cambio fijo, en conjunción con los criterios de  convergencia de Maastricht, y posteriormente la moneda común, permiten la  estabilidad de precios y la certidumbre para no solo inversores, sino especialmente  para los afectados consumidores y ahorradores. ¿Pierde España su soberanía  monetaria con el ingreso en la Unión Europea? Sí, es el coste a pagar para que un  país con tasas de inflación históricamente elevadas y sin ningún tipo de disciplina  monetaria pueda experimentar cierta estabilidad que permita un aumento del  bienestar de los consumidores, especialmente a los de clase baja, gracias a la  consistencia en su poder adquisitivo y a las nuevas aventuras empresariales que  permite un sistema monetario que no perjudique al ahorrador o al inversor.  

La Unión Europea y la Unión Económica y Monetaria suponen un cambio  fundamental en el patrón inflacionario español, así como se puede apreciar en la  figura 5 correspondiente a la evolución del IPC en España desde antes del Plan de  Estabilización.

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A ese respecto, lo que España le debe a la Unión Europea no se puede mirar  únicamente en perspectiva histórica, sino en la perspectiva inflacionaria que  habría tenido España en caso de que su política monetaria siguiese dependiendo  de los caprichos arbitrarios de autoridades cuyo objetivo principal no era  precisamente la estabilidad monetaria. La comparación de lo que era y lo que es la  inflación en España se puede vislumbrar de manera mucho más clara en la tabla 2,  donde las diferencias del IPC medio y acumulado entre el período de 30 años  inmediatamente anterior a la adhesión a la Unión dista mucho del período de los  mismos 30 años, pero inmediatamente posteriores a la política monetaria  coordinada o bien desde Bruselas o bien desde Frankfurt.

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El impacto de la estabilidad monetaria que puede atribuirse a la Unión Europea es  difícil de negar a raíz de la historia monetaria ibérica. Sin embargo, otros beneficios  vinculados con el bienestar se derivan de la membresía española al club europeo.  Una de las ventajas fundamentales es la convergencia económica con Europa, que,  si bien puede tener peligrosos momentos como la transmisión de crisis en el ciclo  económico desde unos Estados miembros a otros, la realidad es que España se ha  estado acercando cada vez más al nivel de vida europeo, del que históricamente  ha estado siempre alejado.  

España ha sido siempre un país considerado pobre de entre todos los demás  países, muchos de ellos potencias industriales y financieras que destacan (o  destacaban, como guiño a Reino Unido) en el Viejo Continente. Pero en España, el  comercio con países más ricos, la inversión procedente de ellos y las políticas  macroeconómicas coordinadas con las suyas, ha producida una convergencia que  ha hecho de España un país con un nivel de vida cercano al europeo (o por lo  menos, cercano en los términos relativos que pueden sucederse de comparar la  situación española de las últimas 4 décadas con los períodos anteriores). De ser un  país que a principios de la mitad del siglo XX a duras penas se acercaba a Europa,  España se convirtió, antes del desastre financiero de 2007 y 2011, es un país  prácticamente estándar de entre los actualmente 27, lo que muestra, al menos, una  historia de creación de riqueza de la mano de países más ricos, en el seno de la  Unión Europea, que ayudaron, con comercio e inversión, a una España  infinitamente más pobre. 

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¿Habría llegado España a niveles de bienestar similares sin necesidad de la Unión  Europea? No es descartable que hubiese sido posible, pero a la luz de la historia  económica del país, la realidad es que difícilmente se podría haber llegado a dicha  situación sin la apertura comercial que supuso la adhesión de España a la Unión;  sin la estabilidad monetaria conseguida gracias a esta; sin los aumentos de  competitividad que supone formar parte de este mercado único; o sin las  inversiones y la gran transferencia de fondos comunitarios a lo largo de su  pertenencia a la gigante unión de países de Europa.  

Y, a ese respecto, hablando de fondos comunitarios, España ha sido un país  ampliamente beneficiado de los mismos. Si se suman absolutamente todos los  pagos de la Unión Europea a España en virtud de fondos estructurales europeos  (desde el Fondo Social Europeo, hasta el Fondo Europeo de Desarrollo Regional,  los Fondos de Cohesión o los Fondos de Pesca y Fondos de Agricultura), España  es el país más beneficiado de toda la Unión Europea, siendo el país que más  fondos ha recibido de la Unión Europea desde 1989 hasta el 2020, sin contar  los Fondos Next Generation-EU donde España ha sido uno de los países más  beneficiados de la repartición de fondos (o incluso el que más). La gran afluencia  de fondos no deja de ser indicador de las grandes ganancias económicas que  obtiene España de la Unión Europea.  

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A modo de conclusión: ¿Qué es lo que la economía española le debe a  Europa?

1986 es, o por lo menos debería ser, un año histórico y memorable desde el  imaginario colectivo del pueblo español, como bien lo puede ser el año 1978. Una  economía históricamente cerrada, sin el hábito de comerciar con el exterior, con  recurrente retraso con respecto al resto del continente, y con bajos niveles de  inversión y dinamismo económico por una potente inestabilidad monetaria y  cambiaria, junto con la incertidumbre de la perjuiciosa inflación, se convirtió, desde  aquel año, en una economía abierta al comercio (por lo menos con los miembros  del mercado único), selectivamente competitiva (en lo que a agricultura se refiere)  y en un país receptor y emisor de importantes flujos de inversión procedente  desde no solo el sector privado sino desde Bruselas con cuantiosos, y nada  deleznables, fondos estructurales; todo aquello mientras el país convergía en  términos económicos y monetarios con el resto de países ricos de Europa,  consiguiendo mayores cuotas de bienestar y una menor tasa de inflación de la  esperable en un país que no hubiese decidido dar el paso hacia Europa.  

Esto no quiere decir que la Unión Económica y Monetaria no tenga sus claras  desventajas, ni que el nivel de vida de los ciudadanos de España, y de la economía  española, haya alcanzado ya unos umbrales óptimos esperables de una economía  de su calibre. El margen de reforma es considerable (y muchas veces, no solo  desde dentro de Europa, sino desde dentro de cada uno de los Estados miembros),  pero el balance de la membresía a esta integración parece claramente positivo  para un país como España.  

¿Qué le debe la economía española a Europa? La respuesta parece resonar con  claridad: le debe un presente lleno de oportunidades económicas, comerciales y de  crecimiento, de la mano de la estabilidad financiera y monetaria. Pero, sobre todo,  lo que la economía española le debe Europa, trasciende cualquiera de los datos y  gráficas existentes que se puedan presentar. Lo que la economía española le debe  Europa es un futuro de prosperidad y progreso económico compartido de la mano  de la cooperación y la paz.  

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